Samuel García | 14 de octubre de 2025
La inflación que le pega al bolsillo de la mayoría de la gente no está bajo control. Los precios de los alimentos se incrementan más que la inflación general y eso amenaza con deteriorar los niveles de pobreza en el país, especialmente de los pobres extremos.
El valor de la canasta alimentaria urbana, que mide lo mínimo necesario para cubrir una dieta básica, llegó a 2,454.74 pesos mensuales por persona, un alza de 4.7% anual, muy superior al 3.8% de la inflación general, según las líneas de pobreza publicadas ayer por el INEGI. Comer se ha vuelto más caro que vivir.
Mientras el índice general subió a 3.76% anual, los precios de alimentos, bebidas y tabaco se dispararon 5.34% en septiembre, acumulando diez meses consecutivos de incrementos y su mayor nivel en 20 meses. Mientras que los productos pecuarios volvieron a ser los más castigados, con una inflación de 8.45% anual, después del 8.35% de agosto. El impacto no es menor: los alimentos representan la mitad del gasto total de los hogares más pobres, y cada aumento erosiona su capacidad de subsistencia.
El Grupo Consultor de Mercados Agrícolas (GCMA) subraya una paradoja: mientras los precios internacionales de las materias primas bajan, los precios finales en México siguen subiendo. Efectivamente, por una oferta abundante, el precio del trigo ha caído en los mercados internacionales, pero el pan dulce, el pan, las pastas y las galletas aumentaron de precio. El maíz también se abarató, pero la tortilla, base de la dieta, subió 5.7% en tortillerías, según el GCMA.
Esa desconexión entre el campo y el mostrador nos dice que hay factores no agrícolas que provocan los incrementos de precios: los costos de energía, transporte, distribución y seguridad, están afectando cada eslabón de la cadena alimentaria. A esto se suman altos márgenes de comercialización que impiden que la baja en las materias primas se traduzca en alivio para el consumidor.
El caso de las carnes es aún más alarmante. La sequía ha reducido la disponibilidad de ganado bovino y elevado el precio del ganado en pie hasta 30%, dice el GCMA, mientras que las enfermedades han limitado la oferta porcina. En septiembre, la carne de res subió 18.5% anual; la de pollo, 5.6%; la de cerdo, 4.8%; y la leche, 9.3%, según INEGI.
Así que, la inflación alimentaria es un foco de preocupación no solo porque se ha mantenido consistentemente alta, sino porque es previsible que se mantenga así por los factores no agrícolas que están detrás de ella, incluyendo fallas en la competencia de mercados.
El riesgo de fondo es claro: una inflación alimentaria sostenida puede incrementar los niveles de pobreza en el país. Cuando los alimentos básicos suben más que los ingresos, miles de hogares cruzan la línea de pobreza por ingresos, y otros reducen la calidad y cantidad de su alimentación. En los hechos, la carestía alimentaria se convierte en un motor silencioso de empobrecimiento.
Por eso, las políticas públicas no pueden limitarse a controlar precios o subsidios temporales. No es sostenible. Se necesita una estrategia que aborde los factores no agrícolas de la carestía: seguridad en el campo, menores costos logísticos, mejor infraestructura y competencia en la distribución. Sin intervenir en esos eslabones, la inflación alimentaria seguirá castigando a la población, aun con mayor producción y granos más baratos.
El precio del hambre no aparece en las estadísticas ni en los reportes del banco central, pero lo pagan las familias que ajustan.
Fuente: El Sol de México